Me
siento débil, ya sin ganas de luchar, sin
ganas de intentar sobrevivir. Cansada de buscar la vida que jamás
volverá.
Y me
siento a gusto, fresquita bajo la higuera, con la brisa que acaricia mi piel
reseca y escamada, despellejándome sin dolor. Ya no me importa el sufrimiento,
porque me estoy dejando llevar hacia un final cercano. Por fin está llegando,
la muerte me está meciendo entre sus brazos para tranquilizarme, cantando una
dulce y siniestra nana que me deja adormilada. Ya no siento apenas las heridas
que tanto dolor me han hecho pasar, que me recuerdan a una guerra sin fin, y ya
no sé si son por las armas o por las ramitas que me iban despellejando poco a
poco hasta hacerme sangrar, huyendo de algo o alguien, ya no recuerdo. Solo siento
el cosquilleo que el balanceo de la muerte me produce en el estómago, y el
fresquito del viento sobre mi cuerpo semidesnudo.
¿Para
qué seguir? Ya no queda nada. Todo está devastado. No quedan sonrisas por las
que luchar, ni alimentos para sobrevivir. Estoy harta de intentar comer
cualquier cosa que me encuentro por el camino: ratas, conejos, humanos… Quiero
morir siendo humana, y no vivir siendo un monstruo, como ellos querrían.
Algo recorre mi cuerpo, ya no es esa agradable brisa, es algo intenso y que arde, mucho. Pero simplemente es la rabia al recordar mi feliz infancia, es la ira que no deja de fluir, y que me hace imposible olvidar que dejé ese pasado, ya lejano, atrás, que nunca volverá y que estoy abandonándome, algo que en ese pasado me sería insólito.
¿Seguir, continuar, imaginar mi vida en el reflejo de mi sangre que serpentea por el suelo? ¿Abandonarme, dejar de ser esa niña luchadora y cabezota que fui?
Hay algo más...
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