martes, 22 de enero de 2013

Me encanta sentarme en el muro que da al río Llobregat, y sobre él se alza el Pont del Diable. Es tan confortante ver las plantas verdes después de unos pocos días de lluvia, y mientras relajándome escuchando el fluir del río, a pesar de estar tan sucio por la porquería que emana de las fábricas y no deja que la tierra de a luz a la magia en este pequeño mar que alguna vez desprendía vida por cada molécula.
Pero es tan hermoso por la noche.
Es muy apacible ver como fluye el agua, tintado de un color oscuro, con algún que otro destello cobre fruto del reflejo de las farolas de la autovía que desaparece en la lejanía, tosiendo sonidos desagradables, escupiendo mierda a la vida.
Dejo caer mis pies sobre el aire, y así me siento como flotando. Entonces sigo escuchando al río. Y es raro, pero me siento como en casa, como si este fuese mi lugar en el mundo, lejos de todo, lejos del mundo putrefacto.
Sin embargo lo veo todo borroso por culpa de las lágrimas que no caen de mis ojos, que se niegan a dejarlos en paz. Me molesta, pero tampoco intento evitarlo.
Y sigo pensando en lo libre que es el agua, que se desliza por la húmeda tierra hasta encontrarse con el mar, habiendo recorrido pueblos, valles, cimas y ciudades, hasta llegar a su mayor expansión, hasta llegar a su límite, a la inmensidad.
Después se eleva, se evapora, pero jamás se abandona y vuelve a reunirse con el cielo, tan bello y azul, dejando de ser libre de su destino, de decidir si morir o no.
Y ahí acaba su libertad, no obstante vuelve cuando empieza a fluir de nuevo entre altas montañas, retomando un círculo vicioso que nunca acaba.

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