Allí estaban, en medio del patio andaluz, sentadas frente a la pared mientras se pasaban la pequeña pelota verde, rodeadas de ese encanto, esa magia que solo hay en esos lugares encantados, en esos pintorescos paisajes.
Las dos tan iguales, pero a la vez tan diferentes.
La una junto a la otra, sin poder vivir separadas, lejos, sin poder seguir conectadas con ese extraño vínculo, además de fascinante. Coordinadas incluso en gestos, sonrisas y pensamientos. Nunca podían estar la una sin la otra sin pasar largas horas sin poder dormir tranquilas, sin saber que es de la otra. Una conjunción inexplicable, una conexión extraordinaria que tienen, que las hace ser la misma persona.
Se miran y sonríen, hablan de lo felices que fueron alguna vez, recuerdan viejos tiempos en aquel misterioso lugar, donde pasaron largas y calurosas noches de verano riendo con la familia, viejos tiempos que no volverán, que quedaron en un rincón de su corazón, que jamás guardarán bajo llave, si no que lo compartirán, y seguirán reviviendo hasta el final de sus días. Rememoran momentos preciosos, abuelos, tíos... todos presentes. Vuelven a sonreír.
Tantas noches de angustia pasó la pequeña Sheila, y Ana siempre estuvo a su lado. Tantos roces, que olvidan mientras explican viejas historias.
Y suena una voz a lo lejos, un dulce grito:
- ¡Niñas, a comé ya que la cena está hecha!- vociferó su madre, tan hermosa voz.
Ahora se echan a reír, a carcajada limpia, dejan la pelota en una esquina del patio y entran abrazadas, sabiendo que después de tantos años nunca olvidan lo vivido, que siempre estará presente y que, a pesar de todo, se siguen queriendo y divirtiendo como el primer día.

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