¿Cuánto tendremos que esperar? ¿Cuánto?
No pido un minuto de silencio por ellos, si no una eterna lucha para que se les escuche.
Descanso sobre la
punzante hierba de verano, tan seca como mi boca sedienta.
Todo es muy
difuso. Solo recuerdo aullidos de dolor, sangre, tortura. Yo caminando, no,
corriendo desesperada hacia una montaña cobre por el calor asfixiante de una
noche de julio. También recuerdo una fiesta a la luz de la luna. Ni hoguera. Ni
música. Pero... ¡Ahora sí!
Una huelga
general estalló hace tres días mientras yo me hallaba en medio de un poblado
hippie, que procuraba defenderse de las armas económicas ante las que se
enfrentaba. Pero de repente algo falló, justo en esa noche. Nubes de fuego se
acercaban, pájaros rojos se lanzaban sobre nosotros ardiendo y dejándonos
devastación. Hubo un ataque, y yo me fui
desesperada hacia mi hogar en días y noches de soledad.
También logro
recordar los arañazos y la desesperación que disparó mi adrenalina y la
extendió por todo mi cuerpo. Corrí como nunca, sin caer ni tropezar, algo
sorprendente, hasta que al cabo de tres horas, o eso creo yo, caí rendida en un
prado, descubierta al enemigo, esperando así el abrazo de la muerte.
Pero nada. No
llegó ni llega, sin embargo la herida por debajo de mi nalga izquierda arde con
locura, con tal éxtasis, hasta tal punto que creo que he provocado la sequía
que me envuelve. Y de repente oscuridad, de nuevo, vuelvo a caer en ella.

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