domingo, 8 de diciembre de 2013

Una pequeña historia par Adrián (parte 2)

Ya no veo negrura, la ceguera me dejó en la más tenebrosa noche. Pero hay algo que me ha despertado. Son ladridos, ¿un perro? Noto como lame mi herida e, irracionalmente, me alivia ese dolor que me ha acompañado en sueños. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?, una, dos, diez horas tal vez… Pero mis pensamientos los interrumpe el pulgoso que no deja de reclamar mi atención, así que le miro, y él me mira, y me da la sensación de encontrar en esa mirada la compasión más extraña que haya visto jamás. Desaliñado y hambriento, y es él quien siente compasión por mí.
Dejo esta paranoia que me engendra un dolor inaguantable en la cabeza y me levanto con tal rigidez que parezco una muñequita roñosa y vacía. La molestia es insoportable, pero estoy hambrienta y sedienta, tanto que estoy dispuesta a engullirme a mi nuevo compañero. De este modo, le hago una señal para que me acompañe, ya que no parece que vaya a aparecer su antiguo amigo. Lo deduzco porque me sigue sin pensarlo dos veces, y me hace pensar que ese cuerpo cochambroso y peludo tenga más ganas de compañía que de comida.
Me intento ubicar. Estoy totalmente desorientada. El sol me quema la piel, si es que queda algo de ella, así que será mediodía. Habré estado dormida más de doce horas lo menos, ya que cuando pasó la brutalidad de las bombas era por la tarde del día pasado. Lo único que me queda claro es que estoy en medio del cobrizo mar que huele a naturaleza muerta.
Bien, solo queda caminar. De esta manera, mi peludo compañero y yo nos adentramos en la fresca sombra de árboles marchitos, en dirección al río que fluye tras la montaña.

No corre ni una pizca de brisa que seque el sudor que me baña incómodamente. Los arañazos de la noche anterior se reabren mientras nuevos arbustos llaman a sus puertas, y mis ganas de agua aumentan para aliviar el escozor que me invade y recorre mis heridas. Y mi cabeza acabará por saltar en pedazos, y con ella las pocas ideas que me quedan, que guardo bajo llave. Estoy tan adentrada en el bosque que lo único que veo son fiambres en lugar de árboles, pero noto una ligera humedad en el ambiente que me medio alivia el incendio de la gran herida de mi nalga izquierda, algo así como una quemazón exagerada.
Pero entre toda esa putrefacción vegetal, huelo algo dulce, muy dulce, algo así como el jazmín en medianoche, intenso, tanto que se me mete en la cabeza y me abre un agujero entre las dos fosas nasales y me obliga a cerrar los ojos.

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